Autores Ganadores y sus Textos...del Concurso Literario de Poesía y Cuento Humberto Rivas, convocatoria 2013

1° Categoría 13 a 18 años



Poesía:



1° Premio- Poema XIX – Bramasca

 Maximiliano Cabral Benitez.



 2° Premio-Crónica de una crisis- Rebecca Laura Pierce

Dafne D’Amico 



3° Premio-Sombras errantes- Aura

Ana Laura Medina Fraga 





  1° Categoría 13 a 18 años



Cuento

1° Premio-Versus-Aurora Lunar

Aurora Fabiana Heidenreich 



2° Premio-La voluntad de ser mejor- Jack

Jonatán Cristián Alejandro Chavez



 3° Premio-El huérfano- Flor

Florencia Pugliese 



 1° Mención Especial (12 años)- Hiperconectado- Atrapasueños

Renzo Barros



2° Mención Especial Querido desconocido- Una concursante





2° Categoría 19 a 30 años



Poesía

1° Premio- Tedio- Bogavante

Adrian Arias 



2° Premio-El despertar- Dionisio

Angelo Nestore 



3° Premio-Caleidoscopio-Mirabar

Daniela Alejandra Aguilar 



 Mención especial- admito que la tinta carnal señala su propio cuerpo desgarbado con verguenza    Diana

Ailén Cecilia Maldonado 

 

Mención especial-Mara-La Paloma

Eliana Sol Cossy 



 Mención especial-Sueño eterno- Yamil

Rolando José Díaz



 2° Categoría 19 a 30 años



 Cuento:

1° Premio-La pelea con el Nico Landa-Tresler



 2° Premio- La vida líquida de Ricardo Ibarmarán- AH

Luis Ángel Gonzo 



3° Premio-Odisea del Spazio- Mantis

Andrés Ángel Zacarías   



 Mención especial-Un viaje al interior- Nicolás Suárez Prado



 Mención especial -Redes- Guillero sapiens

Guillermo Rodriguez 



 Mención especial –Ulises el poeta extraviado en su patria-

 Mirabar………………

Daniela Alejandra Aguilar 



 

Textos:





Poema XIX - Maximiliano Cabral Benitez.



Criatura insaciable
Muslos de plata
Silencios de mirlo muerto

Cordillera de hastíos indisolubles,
preciosos,
redundantes,
certeros,
puros,
irreales,
deliciosos.

Una mano de pan que cosecha migajas imaginarias de silencios.

Las patas del tiempo se tropiezan con el espacio ignorado.
Un vaso que cae al suelo.
Todo es absorbido por el hambre fanática, carnívora.

Sobre manos, de cuervos absortos.
Sobre plantas que comen moscas incestuosas.
Sobre esencia de viejos libros sobre madera.
Sobre baba caliente y los lunares de quién gustes.
Sobre alguien sonriendo en la oscuridad.

Estremecimiento recalcificador de codos, de cojos y de conos.
Estremecimiento fálico, fáctico, transitorio y pragmático
aunque también eterno, inolvidable e inmenso.
Más que nada efímero
pero sin dudas restaurador.


Miedo irreal, inmaterial e incauto.

Sobremención estrafalaria de un suspiro púbico
En sí mismo, la concentración de la dicha como un grito dulce.

La transpiración enternece la tierra madre, de huecos grandes como ojos insomnes.
Una mano que cosecha gotas silenciosas de una espalda.
Músculos en cómoda contradicción con sí mismos, aniquilación imaginaria.

Lentamente se escucha un reloj y el viento, la calle poblada de bolsas de consorcio.






Crónica de su Crisis- Dafne D’Amico 



 1, 2, 3, respira.


1, 2, 3, respira.

Cae lágrima.

1, 2, 3, respira.

Lágrima salada.

Le digo que no era su culpa.

1, 2, 3, basta.

Se arregla el delineador.

Lava su cara.

Labial naranja.

Décima lágrima.

Aún salada.

Más pintalabios naranja.

Respira.

Le digo que deje de contar.

Le digo que sea libre.

Última lagrima salada por la comisura derecha de sus labios.

Seca sus ojos.

Delineador azul.

Un recuerdo cruza su mente.

Un recuerdo cruza la mía.

Máscara en sus ojos.

Agrega más.

Le digo que sonría.

Me muestra una sonrisa dudosa.

Le digo que no debería preocuparse.

Me sonríe otra vez.

Aguanta no más de diez segundos.

Nuestras miradas se cruzan.

Le sonrío.

Devuelve la sonrisa.

Queda como petrificada.

Entiende ese significado.

Le digo que la otra es una insufrible.

Agrego que la otra no lo vale.

Aclaro que lo que dijo no es verdad.

Le recuerdo que yo soy quien lo sabe todo.

Agranda su sonrisa con gran seguridad.

Dice gracias.

Se va para ser libre.

Me quedo pensando a través del cristal.

La veo irse con alegría.

La veo orgullosa.

Contagia su sonrisa.

Me quedo esperándola detrás del espejo.

La espero por si desespera otra vez.

La espero por si se necesita.








Sombras errantes-  Ana Laura Medina Fraga 





Veo a mi alrededor,

observo todo tan desteñido,

vagando en una suerte de fortuna

fortuna sin sentido.

Llenos de gritos presos en el silencio

personas sin almas saltan y caminan.

Delirio de frescura, ignorancia

se hace notar en sus oscuras caras.

Miedo de perder lo que no sirve.

Se agobian, atemorizan, marchitan

por una soledad que ahoga

pero no mata,

esclava de la misma sociedad

amenaza sobre sí misma, logra acallar.

Ojos cristalizados, sin miradas

apoyados en una nube aún sin forma

analizan lo que hay más arriba,

pisan, sin saber, sus propias sombras.








Versus-  Aurora Fabiana Heidenreich 





 La tenue luz de la luna apenas permitía distinguir  las tenebrosas figuras de los árboles. La niebla a lo lejos parecía un abismo vacío. Volt pisaba con cuidado, temiendo que una raíz pudiera apoderarse de su pie. Unos murmullos, que no pertenecían a grillos ni cigarras, cortaban el denso aire. En todo momento Volt veía sombras saltarinas, rodeando, acechándolo.  Detestaba, muy en el fondo, estar solo y a oscuras: soledad y oscuridad siempre le parecieron traicioneras. Cuando creía que nada alrededor respiraba, además de él, un sonido o una figura lo hacían dudar. Eso lo irritaba y lo volvía paranoico.

 Volt sabía moverse por todos los rincones oscuros de una ciudad. Andaba por las calles, disfrutando de su mundo sádico y sin piedad.  Entraba en las casas, y nada le daba más placer, que la brillante hoja de su cuchillo fundiéndose en la carne blanda de un ciudadano “respetuoso de la ley y el orden”, atado a responsabilidades y obligaciones. Se burlaba de esos tipos, porque él era libre como pájaro, como el niño abandonado que alguna vez fue. Ahora inspiraba temor y respeto, imponiendo su propia ley y su propio orden en los barrios. Tenía a la oscuridad por aliada.

 Sin embargo, en un bosque, donde no existen las construcciones humanas, se hallaba en presencia de otro tipo de oscuridad. Tomó su cuchillo, eterno amigo a la hora de matar, para estar listo ante cualquier ataque. Su único pensamiento era impedir que fuera la presa de alguien. Intentaba esconder ante sí mismo el miedo, muy pronto a convertirse en obsesión.

 Entre la maraña de susurros de la naturaleza en reposo, lo oyó. El suspiro de vida de una posible víctima. Aún sin saber cómo orientarse, su instinto, una vez que la detectaba, la seguía, a pesar de la distancia. Teniendo un motivo para andar más rápido, Volt enfiló en la dirección de la que provino el sonido. Los árboles comenzaron a mostrarse más amenazadores y la tétrica música del bosque se volvió más suave y más lenta, hasta convertirse en un silencio sordo.

 “Soy un hombre que camina solo… y voy por una senda oscura…” iba diciendo Volt, con su cuchillo a mano. Lo que más le gustaba, mientras se acercaba a la presa, era cantarse unas nanas deformadas, bastante bizarras, que precisamente no le daban sueño, sino despabilamiento. Así espantaba ese temor a la oscuridad, entretanto se acercaba a su cazador.

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 La Naturaleza es sabia, la Naturaleza es cruel y es justa. Darwin era humano, Darwin se equivocó. El más débil puede, a través de lo que al principio causa dolor, volverse fuerte. La incógnita era cómo lograrlo. Ben pensó mucho en esto, hasta que logró descifrar esta ecuación, cuando al despejar la x con un cálculo distinto, llegó a un resultado mucho más eficiente.

 El niño correcto y prolijo, de excelentes calificaciones, sólo desempeñó un rol de carcasa. Las beatas del colegio lo mostraban como un modelo a seguir frente a sus compañeros. Pero entre sus compañeros, representaba un cero a la izquierda, no poseía ningún valor. Maltratado por los demás, se aferraba a conceptos religiosos y morales que no le pertenecían. Bendito el día en el que lo obligaron a beber de ese líquido azul del laboratorio de Química. Ése fue el despertar del verdadero Ben. Sintió la fuerza renovadora que le dio poder. Se fue suministrando del líquido azul, sin conciencia de lo que podía hacer en su cuerpo. Y sin conciencia de nada, con una bala contada para cada quién en su revólver, su venganza se convirtió en masacre. En honor a su líquido liberador, se rebautizó como Blue.

 Qué alegría saber que había un amiguito perdido en el bosque. “Hay quienes matan y no vuelven a matar, no saben lo bien que hace hacerlo una y otra vez” pensaba Blue sonriendo, entretanto seguía el rastro del otro hombre. La persecución lo confundió un poco, pues se dio cuenta de que caminaba en círculos. Pero luego vio marcas en los árboles que parecían indicarle un camino. Sus enormes dientes aparecieron, en una enorme sonrisa de oreja a oreja. Un brillo delató en sus ojos psicópatas la gran sensación de poder que lo envolvió varios años atrás, cuando les quitó la sonrisa a esos payasos que se burlaban de él en el colegio. Con una importante dosis de su elixir azul reanudó la marcha.

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 De tanto en tanto, Volt se detenía, y prestaba sus oídos a cualquier rumor. Pero cada vez que estaba seguro de su proximidad, volvía a oírlo mucho más lejos. Al límite del hartazgo, decidió darse la última oportunidad para buscar al hombre que suponía ya un fantasma. Pronto pudo descartar esa teoría paranormal. Se hallaba cerca, lo escuchaba claro, discernía sus palabras, aunque no la tonada de sus silbidos. Echó a correr excitado, lleno de algarabía, destrozando la fantasmagórica atmósfera del bosque oscuro.

 Se detuvo en seco. Allí, de frente o de espaldas. Parecía más corpulento, pero su cuchillo nunca fallaba. Había acabado con hombres –y mujeres- aún más grandes. ¿Por qué debería ser distinto con esta nueva víctima? Sólo ignoraba que esa víctima llevaba un revólver, un poco más veloz y dañino que un cuchillo. Cuando salió de las sombras, Volt pudo apreciarlo mejor. Se miraron, fijándose el uno al otro como un objetivo a eliminar.

-Corre- dijo Blue.

-Quédate quieto- replicó Volt.

 Se lanzaron al ataque. Esquivando las cuchilladas dirigidas a su garganta, Blue le disparó a Volt, y le dio en la oreja. Volt arremetió de nuevo contra Blue, pero éste fue más rápido y lo asió de la muñeca. Entonces comenzó a torcerle el brazo. Para liberarlo, el cuchillero se soltó de un movimiento brusco, cortándole la mano a su adversario.  Éste le dio un puñetazo en el mentón y lo volteó.

 Antes de que Blue le disparara entre ceja y ceja, Volt dirigió el próximo ataque a su pierna derecha. El filo del cuchillo le rompió el pantalón y lo rasguñó de la rodilla hasta la tibia. El disparo desviado que Blue dejó salir, impactó en el vientre de Volt. Sin flaquear por el dolor, Volt se levantó y embistió con furia a Blue, quien con una patada en el estómago lo lanzó hacia atrás. Volt se abrazó a un árbol, para no caer otra vez.

-Me ves… -se ocultó detrás del tronco- …ahora no me ves.

 Blue echó a correr, sabiendo que el otro lo perseguiría, para llevarlo a un lugar más cerrado. Mientras tanto, Volt se tomaba la herida con las manos, y no advirtió su ausencia hasta que oyó sus jadeos intensos.

-¡Ah, no! ¡Esto no termina aquí!

 Con dificultad por su abdomen herido, Volt lo siguió, sacando fuerzas de su propia voluntad. Blue lo esperaba donde los árboles se cerraban casi formando un cerco. Para reponer energía, bebió otro trago de líquido azul. El olor se acercaba.

 Al encontrarse con esa tapia, Volt quedó confundido, no lo demasiado para reaccionar cuando Blue lo sorprendió por detrás. Se oyó la hoja del cuchillo golpear contra el cañón del revólver con un sonido metálico. La lucha se convirtió en un terrible duelo de armas, donde se buscaba determinar cuál era la mejor arma para matar: la blanca o la de fuego. En el último choque, cuchillo y revólver volaron en direcciones distintas. Ambos, heridos y cansados, un poco débiles, se resistían a abandonar la partida.

 Entonces Blue se lanzó sobre Volt, arrinconándolo contra los árboles, y como un animal salvaje, le mordió el cuello. Por vengar su oreja agujereada, Volt intentó arrancarle las suyas, pero debía quitarse sus mandíbulas de la yugular. Lo logró de un puñetazo en la nariz. Se sintió la fisura en el tabique. Furioso, porque adoraba su nariz, Blue golpeó  a Volt en el estómago–nuevamente- y éste soltó un grito desgarrador. No podía respirar. Blue continuó golpeándolo en la cara, produciéndole con sus anillos punzantes varios cortes, uno de ellos, a milímetros del ojo derecho. Volt volvió en sí y lo derribó de una tacleada. Se le arrodilló encima para inmovilizarlo. Intentó estrangularlo, pero sus manos no eran lo suficientemente grandes. Se miraron cara a cara. Sus rostros se hallaban en un estado deplorable. La nariz de Blue derramaba sangre sobre su boca y su mentón, y las mejillas de Volt sangraban por los cortes.

 Con las fuerzas que le quedaban, Blue le retorció las muñecas  a Volt. Éste se echó hacia atrás y gateó en busca de su cuchillo. Lo encontró. Blue, también gateando, tanteó el suelo húmedo para encontrar su arma. La halló en un hueco.

 Ambos se pararon, a pesar del dolor y del agotamiento.

-Como al principio-comentó Blue.

-Esto es el fin-sentenció Volt.

 En una arremetida final, Volt hundió su cuchillo en el vientre de Blue, y Blue descargó todas sus balas en Volt: una le dio en la pierna, otra en la nariz, otra en la mano. Al momento que deslizó el puñal de sus tripas, Blue cayó al suelo. Respiraba con dificultad, tratando de levantarse en vano. Con un rayo de luz de luna, Volt vio la hoja de su cuchillo. Se agachó para juntarlo. Pero la presión sobre su hígado herido lo obligó a enderezarse. Se desplomó en el piso. Las nubes cubrieron la luna.

Todo se volvió oscuro.






El huérfano -Florencia Pugliese




Tenía diez años cuando recibí la noticia. Como todos los jueves, mis padres se habían ido a cenar con amigos, luego de dejarme con Mirta, la dulce viejita que era mi niñera. Me acuerdo que poco antes de que se fueran a cenar me había enfadado con ellos, porque siempre se iban y nunca estaban conmigo.
            Después de cenar, hice la tarea. Mirta se sentó a tejer y a escuchar la radio. Cansado, la saludé y me fui a dormir ya que al otro día tenía que ir al colegio. Esa noche tuve un sueño extraño. Vi a mi mamá y mi papá que me decían que me amaban y luego se alejaban.
            Ese sueño me despertó, entonces me dirigí a la cocina a buscar un vaso de agua. Bajando las escaleras, escuché un llanto, miré la mesita donde papá y mamá ponían las llaves del auto y sus pertenencias y no había nada, pero no me extraño porque siempre llegaban más tarde de lo que decían.
            En la cocina, me encontré a Mirta, estaba llorando. Entonces le pregunté:
            -Tita -así le decía- ¿Por qué lloras?
            -Nada, mi niño, vuelve a la cama - me contestó.
            Tomé el vaso y volví a acostarme. A la mañana siguiente, me desperté y me pareció raro que todo estuviera tan calmo, no se escuchaba el noticiero dando el clima, el microondas; no se sentía el olor a café con tostadas.
            Fui al cuarto de mi padres y todo estaba ordenado, la cama estaba tendida. Miré la hora y vi lo tarde que se me hacía para ir al colegio, bajé y la vi a Mirta en el living.
            -Tita, ¿por qué no me despertaste? Hoy tenía prueba de sinónimos- le dije.
            -Mi niño, hoy vamos a dar un paseo- me dijo acariciándome el pelo-, ve a lavarte la cara y a cambiarte.
            Mientras me ataba los cordones escuché sonar el teléfono, por lo que oí era la hermana de mi mamá, mi única tía, no sé qué hacía llamando a mi casa ya que estaban peleadas.
            Luego, Tita me llevó a la plaza que estaba frente a la panadería de Pepón, me compró mis facturas preferidas y nos sentamos en el banco, junto a la calesita
            -Mati, hay algo que te tengo que decir.. -me dijo abrazándome
            -Si, Tita, decime ¿qué pasa?








Hiperconectado- Renzo Barros 





Matías Sayomaqui caminaba con su mama hacia la escuela, mudo, cada quien en su mundo, con la mirada fija en el celular  táctil que llevaba en sus manos, revisaba sus mensajes y re- enviándolos a sus contactos, sus  dedos  parecían elásticos  por la velocidad para escribir en un lenguaje de signos y raras abreviaturas, navegaba por Internet y escuchaba música al  mismo tiempo. No era nada extraño en el paisaje urbano porque todos los peatones iban haciendo lo mismo, cruzaban la calle como guiados por un  GPS inalámbrico para no sufrir accidentes.

Pero este no seria un día común para esta familia, antes de llegar al colegio Matías cayo  como fulminado por un rayo, todos quedaron como paralizados por un shock del que despertaron por el agudo grito de la madre, ¡Hijito querido!, en el piso tirado, con los ojos extraviados lo único que decía incesantemente era GAME OVER, si realmente estaba perdido.

Todos corrían a ayudar, maestras, vecinos, policías, médicos, enfermeros, canillitas, barrenderos, compañeros, curiosos. Las opiniones del suceso eran de lo mas diversas: ¡es un robot!, ¿Dónde tiene el cable?, ¡esta loco!, ¡se le salto el Chip!, ¿desayuno?, ¡le falta oxigeno al cerebro!, ¡zafo de la prueba el suertudo!, ¿es un extra terrestre?, ¿lo clonaron?, ¿se le acabo  la energía?; el desconcierto era general, nadie sabia que hacer, su GAME OVER los perturbaba, asustaba, atemorizaba, hasta que un vecino que es un científico  llevo un “control remoto” y dirigiéndolo a Matías presiono  “pausa” y quedo congelado con la boca abierta a punto de decir su frase que taladraba ya los oídos y el alma, allí las dudas de los médicos quedaron claras. El niño está enfermo de “PLAYTEVE”, todas las caras eran un signo de interrogación, mientras lo subían a la ambulancia un medico los tranquilizo e hizo prevención: este pequeño se contagio  con el mal del nuevo siglo, es una bacteria que afecta a los chicos que pasan el día viendo la televisión, con juegos de video, mandando SMS, chateando, en internet todo al mismo tiempo y no respiran aire puro sino ondas televisivas   o electromagnéticas, anulando su cerebro y su oído.  Todos quedaron muy pensativos y reflexivos.

Al llegar al hospital Matías quedo en aislamiento, para que su virus no se propagara porque era impredecible como podría actuar en mentes no acostumbradas a la tecnología. Las pruebas con el Control Remoto  dieron “Positivo”, avanzaba y retrocedía como un bailarín o en cámara lenta, los exámenes con el Joystick de la Play muestran que esta sincronizado  con los movimientos de patadas, saltos, golpes, las tomografías mostraban su cerebro conectado  a esos circuitos con cables inalámbricos e imaginarios. El diagnostico: grave caso PLAYTEVE,  para salvarlo debían descontaminarlo de juegos, celular, internet, televisión.

Los titulares de los diarios alertaban a la población  sobre esta nueva patología y la urgencia de “Salvar a los Niños “porque corren el riesgo de quedar robotizados y ausentes del mundo real por el exceso de horas perdidas frente a la caja boba, o conectados a su celular y desconectados de su entorno, si se pierden habrá un salto generacional por los niños zombis que perdieron la alegría, la ilusión, y sus ojos no reconocen la belleza de la naturaleza que nos regalo Dios, sino que son seres grises, tristes y ausentes.

De regreso a su casa a Matías no le interesaba nada, juegos de mesa, trompos, soldaditos, yo - yo, muñecos a cuerda,  acertijos, palabras cruzadas, rayuela, cartas, pelota, nada lo atraía, su mama le leía fabulas, historietas, cuentos fantásticos, de terror, magia, piratas, policiales, pero de lo bien que va la historia sale con acotaciones tecnológicas que cambian todo el cuento, alteraba a todos, como por ejemplo: _caminaba Caperucita por el bosque y allí le apareció el Lobo Feroz y se pusieron a conversar…Y PORQUE NO SE ENVIABAN SMS O LE SACABA UNA FOTO AL DIENTON CON EL CELULAR Y LO ESCRACHABA  EN LAS REDES SOCIALES POR ACOSADOR?.  Otro ejemplo de su cabeza loca: Peter Pan que luchaba alegremente junto a los niños perdidos…Y SI HUBIERAN USADO UN SISTEMA DE POSICIONAMIENTO GLOBAL (GPS) NUNCA SE HUBIERAN PERDIDO. A esta altura de los cuentos los nervios estaban de punta y aunque cambiaban de libro había respuestas para todo, como el caso de la Cenicienta que sale corriendo del baile y pierde su zapatilla de cristal…EL PRINCIPE LA HUBIERA ENCONTRADO MAS RAPIDO SI CREABA UNA PAGINA WWW.PRINCESA PERDIDA .COM. La lucha con su actitud agotadora,  volvía loca a la familia pero nunca se rindieron porque el verdadero amor no se cuelga como las paginas Web en el momento menos esperado, ni se quedan sin baterías cuando mas se los necesita o no tienen señal en los momentos de peligro, el amor verdadero siempre esta.

De tanto leerle  su actitud empezó a cambiar, quizás entendió el mensaje de afecto que recibía, modifico  su conducta indiferente y refractaria a la magia simple de los sueños e ilusiones de colores de arcoíris que solo hace germinar la semilla del amor a los libros, ahora esperaba con ansias las lecturas, sonríe, ríe, canta, y  los ojos de su madre se llenaron de lagrimas al recuperar a su hijo.

Desde ese día es Matías quien lee con entusiasmo y alegría, protagoniza las historias de fantasmas, caballeros, magos, investigadores, científicos, policías, pilotos, bomberos, astronautas, se disfraza y actúa a cada personaje, hace títeres y marionetas, lee, sueña y crece sano y feliz, descubriendo nuevos mundos, emociones, palabras y  amigos. La tele, el celular, la compu y la play ya no son el eje de su vida, los usa y juega  pero aprendió que en la vida todo debe hacerse con responsabilidad y respetando límites, ahora corre, ríe, salta, lee, canta, dibuja y pasa tiempo con su familia y amigos, volvió a ser un niño, no un Tecnopata, regreso a la escuela donde todos siguiendo  su ejemplo se “desenchufaron”  de los aparatos y se engancharon mas con la vida, lo recibieron con aplausos y abrazos  como a un héroe de cuentos de los que ama leer porque gano la batalla de la vida.








Querido Desconocido-   Sofía Canorio 

     

Se podría decir que yo siempre fui una persona que esquivó a la muerte. Ya desde pequeño tuve esos accidentes en los que sobreviví, casi milagrosamente, sin hacerme daño alguno. Ese tipo de tropiezos eran tan increíbles, tan legendarios, que cuando salían en la televisión hasta el espectador más ignorante dudaría de su veracidad. ¿Cómo termine en una camilla esperando a mí adormecer infinito? Aquí viene lo interesante. Fue cuando me caí desde el tercer piso del apartamento cuando vi a la muerte por primera vez. No tenía facciones alargadas ni mucho menos era un esqueleto viviente, de hecho, era todo lo contrario, un joven común y corriente de carne y hueso. Note, luego de un par de atropellos más, que portaba un recipiente de vidrio con un líquido negro en su interior y siempre lo miraba con tentación antes de dirigirse a mí. Al ser yo un niño de seis años con mi inocencia aún intacta, le pregunte al extraño camarada ¿Qué es ese brebaje oscuro que traes cada vez que me accidento?

No estoy muy seguro de porque me lo contó, tal vez pensó que lo olvidaría tarde o temprano, pero lo cierto es que es la única experiencia de mi infancia que me acuerdo con la más absoluta claridad. La muerte es un asesino milenario, el único digno de reverencia y miedo que uno puede conocer. Para los ignorantes que piensen que mi monologo es de alguna manera filosófico, están equivocados. Ellos no son una persona, sino más bien, una organización, con el único fin de acabar con nuestras vidas cuando lo creen conveniente. Me imagino, señor lector, que usted pensara: “Esto es absurdo”. Pero no lo es. Nosotros seríamos tan inmortales como ellos si no fuera por sus crueles acciones. Hay millares y no hay un recoveco que no cubran con sus presencias. La medicina, invento que detestan profundamente, solo prolongan su misión un poco más, pues cuando uno está viejo, desgastado y se encuentra sin defensas, Zas! Su veneno escurridizo es obligado a entrar a nuestro sistema y nosotros terminamos muertos, pues la medicina no puede competir contra el veneno en un cuerpo débil. Me confesó luego, que él era nuevo en el clan y no se sentía capaz de quitarme la vida aún. Uno de los miembros de la organización había perecido por defectos de ejercicio y lo habían elegido a él como reemplazo.

Crecí creyendo que sería inmortal y me comporte como tal, mientas La Muerte insistía en que parara con mis imprudencias ya que en la organización comenzaban a quejarse porque él no efectuaba mi ejecución como era debido. No obstante, como cualquier otro adolescente de 16 años, yo lo ignoré, y continué ignorándolo hasta que su cabello se volvió blanco del estrés y su corazón se nubló de furia, hasta que su voz acusadora me cubrió por completo la cabeza y decidí, en un arrebato de cólera, cometer una última y colosal estupidez para demostrar lo poco que me importaba lo que demandaba. Recogí mi celular en el medio de la calle y eso fue suficiente. Él apareció, como siempre lo hacía, pero esta vez yo corrí divertido, sin escuchar su discurso, lanzando carcajadas de satisfacción cuando noté que él me seguía: había logrado por fin sobrepasar el límite, misión que toda persona de mi edad cumple de una manera u otra. Recuerdo haber visto su figura, antes lejana e invisible y después cada vez más cercana y amenazante, borrosa por la rapidez de mis pasos. Ahora me doy cuenta lo estúpido que fui al no alarmarme cuando sentí su presencia persiguiéndome, algo que, y me siento obligado a aclarar, era muy extraño en su persona. ¿Pero lo hecho, hecho está, verdad? Muy por mis adentros sabía que por más desesperada que sea mi huida ya era demasiado tarde: el terminaría llegando hacia mí, arrastrándome hacia su vientre oscuro como lo haría luego con otros cientos de personas sin ningún problema, pues gracias a mí, él ya había perdido toda sensibilidad. Mi desesperación aumentó violentamente cuando no pude más del cansancio, al frenar y verlo detenidamente: era otra muerte la que estaba algunos metros atrás. Tenía ojos crueles y aliento feroz, pero lo que más me llamó la atención fue su sonrisa andrajosa, que ya de por sí marcaba mi destino. Luego de una breve reflexión, con horror comprobé que la única posible razón que había para que ese sustituto este allí, era porque mi amigo estaba muerto. Pero mi ser no estaba preparado para perecer aún, y con un hilo de esperanza, robe una bicicleta situada en frente de mí. Entre medio del griterío de los vecinos indignados por mi atrevimiento, salí disparado hacia adelante, con una nueva determinación: sobrevivir. No había recorrido dos cuadras cuando un nuevo obstáculo se posó sobre mí: el semáforo.

          – Vamos, vamos, vamos- pensé, mientras de reojo observaba mi enemigo cada vez más próximo. Sentí que algo caía en mi hombro, era ese líquido nefasto, que en un último intento para que la piel lo absorba, la muerte me lo había tirado. Me quite el buzo que tenía puesto y cuando mi adversario me estaba a punto de alcanzar... Verde. Recorrí las calles, hasta que mi mareo bloqueó todo reflejo y fui obligado a buscar un escondite. En frente de mí, un vagabundo me miraba fijamente. Observe como metía su mano en el bolsillo, sin quitarme la vista. Salto un nuevo interrogante: ¿Qué si él es uno de ellos? Se asomó de aquel el brebaje negruzco. Exaltado, mitad gateando y mitad corriendo logré llegar a la bicicleta. Entre las patadas y piñas que di al aire, una parecía haberle dado, pues se escuchaban sus lamentos en el fondo de mi cabeza. Pedalee sin rumbo por dos minutos o tal vez dos horas, no lo sabría decir con certeza, hasta llegar a una calle atestada de gente. Nunca terminaré de comprender como las malditas me encontraban tan rápido, en cada esquina sentía sus miradas sofocantes y aún no estoy seguro si realmente era así o era una ilusión formada por mi locura emergente. Dejé mi vehículo a la deriva, ya no estaba en condición alguna para continuar en el: era un borracho sin una gota de alcohol, tambaleándome y cayéndome, balbuceando palabras incompresibles en un tono zaparrastroso. Desperté lucido y demoré unos segundos en recordar la odisea que había ocurrido el día anterior, lo cual me hizo cuestionar mi memoria… Si me había desmayado en el medio de la calle… ¿Qué hacía en una casa abandonada? Unos encapuchados con un aire misterioso se acercaron.

-          Bienvenido a la resistencia- murmuró uno de ellos.

Relatarles todo el diálogo sería eterno, así que les haré un pequeño resumen: Hubiera quedado a merced de las muertes por el efecto del fluido que me dejó inconsciente si no fuera por ellos, quiénes se percataron del alboroto y me trajeron hasta allí. El último miembro de la resistencia había pasado por la misma situación que yo trescientos años atrás, y para intentar tranquilizarme, me dijeron que mientras permanezca en el refugio, nada pasaría. Enseguida me di cuenta quien era este, la melancolía de sus ojos lo delató fácilmente.

Luego de una tediosa semana atrapado en esa cárcel putrefacta, pasando rápidamente de la paranoia al aburrimiento, empecé a meditar… ¿Valía la pena el sacrificio? ¿No era ya inevitable la tragedia? Además, si no perecía yo, lo haría mi familia en su momento. Lágrimas se deslizaron sobre mi rostro… era tan joven… soy tan joven y ya estoy más que seguro que moriré. No era justo… ¿O lo era? Me lo había buscado… Una repentina ira contra mí mismo se apoderó de todo mi cuerpo y me impulsó a, finalmente, enfrentar al abismo. Mire por la ventana: a lo lejos divisé la oportunidad que estaba buscando: la villa miseria, donde la organización inmortal estaría en su mayor concentración, donde en cada segundo camina ciegamente otra persona más hacia su último suspiro. Me despedí de mis confundidos aliados, quienes parecían no comprender que mantenerse en pie perdía por completo su valor si me quedaba allí, dejando que mi espíritu se desgastara. Mi serenidad durante el camino era, simplemente, un reflejo de la energía suicida que se producía en mi mientras pensaba en mi amigo a quién indirectamente había asesinado.

Respiré profundamente, y continué hasta que un desconocido jaló con fuerza mi cabello y con un ágil movimiento vertió el veneno en mi boca. Este hizo efecto: agarré mi celular y camine distraído por la calle. Si hubiera ocurrido apenas unos días antes, estaría angustiado por estas acciones involuntarias, pero ya no. Un testigo de mi presumido “Intento de suicidio”, ya que por fuera parecía que mi descuido era apropósito, llamó al 911 y aquí estoy, he sido atropellado y ya desde hace dos días que mi estado va en notorio declive. Aún no me siento preparado para lo que sucederá y si el que lee esto está en una parecida situación, mucha suerte.

El Doctor termino de leer la carta que el paciente moribundo había dejado en la mesa, emocionado. Lo observó por un rato ininterrumpido, y decidió no darle la última gota…





Tedio -Adrian Arias 



 Muchos vuelven del cole a esta hora.

El mal gusto no sale ni con chocolatada ni con animé;

Ni aún con el mísero sermón paternal, que apenas consigue un electrochoque.

Dos canarios se atropellan en un corazón, hecho de ventisca. 






El despertar- Angelo Nestore

     

 Tan homérico es el despertar,

zarpar desde las playas de Calipso

y alejarse de la tierna eternidad,

acurrucada todavía

entre los pliegues de los párpados.

Y abrir los ojos

para saber qué hora es,

para saber cuánto hoy

ya no me pertenece,

cuánto ayer digno

de mi memoria fragmentada.

Pasar por el rito primitivo

del calcetín derecho

en el pie derecho,

calibrar la ruta exacta

que me llevará a ser Ulises

sólo un día más,

herir el ojo cíclope

de la monotonía

aun siendo Nadie,

implorarle a Eolo

que me sople otro mañana,

que quebrante

los huesos de lo obvio,

para placar mi sed obscena

de redundancias

y naufragar, rendido,


en el litoral de la memoria.






Caleidoscopio -Daniela Alejandra Aguilar



 ¿Un instante de felicidad no es suficiente para toda una vida?

  Dostoievski
 El vaso perfecto es el que esta siempre lleno,

Coagulado en episodios que se tejen,

Telas de arañas del presente

decorando el pasado.

Todavía

Hay una rosa marchita

dentro de aquel libro usado.

Tus minutos libres para equivocarte de nuevo,

Todavía

esa alcantarilla del mundo

por donde se escapan los sueños.

Es un poco tarde para dormir,

La noche esta demasiado rara para perdérsela,

El mundo dado vuelta,

El mundo girando, siempre girando,

Como ese vaso en la mesa,

Como mi lengua que recorre sus bordes paganos

La humedad de ese silencio.

El vaso que da vueltas en mi mano,

ese recipiente de notas musicales en la garganta.

Es la mirilla

Que rebela la contradicción

de sentirse tan adentro de uno mismo

hasta quedar atrapado,

El ojo que recorre las posibilidades que no existen,

Los mil mundos

verdaderos

fusionados.

Mires por donde lo mires, sea o no sea,

Siempre voy a perder

Porque no tengo nada que ganar.

Entonces bebo ese vaso,

Me trago la vida a sorbos,

Su contenido que palpita vivo en mí,

Siento el grito y tu voz,

Tu aire en mis pulmones,

Me subo a ese escenario

De estrellas sin luz,

Siento el ardor del vaso a medias,

Pongo una servilleta debajo de él

Como un parche.

Agarro palabras para rellenar esta soledad

De ser el mero espectáculo al que siempre llegas tarde,

El no,

La función comenzada de mis fracasos.

El vaso más sublime es el que esta siempre vacío,

Me corono oportunista de momentos errantes.

Porque cuando todo se termina,

Cuando la soledad termina,

Cuando lo banal termina

Me quedo pensando en la plenitud,

En ese instante tan frágil y propenso a quebrarse,

En el llenado de todo aquello imposible,

En las mil figuras de mi inconsciente que juegan y se dan vuelta,

Me dan la espalda, sonríen se van, aparecen.

El vaso de vidrio es la nada misma,

también el todo,

El cuello de botella es la existencia a la que me abrazo

Y al mismo tiempo la cerradura

De esa puerta que no puedo abrir.

Espiando desde afuera contemplo

los universos líquidos volcados en círculos que no se tocan,

pero se encuentran.









Admito que la tinta carnal señala su propio cuerpo desgarbado con vergüenza

- Ailén Cecilia Maldonado





Sutileza de ángel periférico es alud de los cementerios,

reír ante el mensaje moribundo del cisne ilógico.

Sal o riña perpetua entre la esclava y su hilo de amedrentar,

esa hiena me llama por un nombre parecido a un ave de tres alas.

Latidos inexistentes para el estofado de pollo sin voz de niña parásito,

gota de sed perfora la castidad del árbol adherido al reptil cleptómano.

Palabra frutal hiere al ladrón asombrado de su mano izquierda,

fantasía resultado del amor entre la lengua de un tiburón y el color inocente.

La obsesión por las canas de tu respiración es similar a un ave de corral,

diente emplumado abre la palma pero no vuela.

Crin de ave sobrevuela la noche despejada,


niño se cepilla la conciencia con la dentadura de su abuela.






Mara- Eliana Sol Cossy





                                                                                                         A Mara Morales.

No importa nada de lo que diga

Seis años si son algo  para nosotros

Es decir

            porque aclarar este sentimiento

Y negar que mañana

negar este jueves que si

            si va a ser igual a todos los demás

Porque cada semáforo va a seguir puesto ahí

y donde faltan van a seguir faltando

El miércoles anterior no varió en nada

La clase de música

El subte

El tren a Grand  Bourg

Y no es que te vi en la ventana

             no repasé como años anteriores la carta

             en tus manos           

Porque estás muerta y decirlo de otra manera

lo hace sonar estirado

mecánico

y no lo voy a permitir

no se los voy a permitir señores      –si me permiten-

no le voy a dejar a la nostalgia hablar mas

de cuanto te faltas

de cómo es esto de sobrevivirte

de que de alguna u  otra manera Belén y yo nos juntemos sin vos

                                       sin vos porque no venís

                                        la invitación está,  siempre está

Y  no es que ya no importe

(Tan parecidas estas tres mujeres

tan amigas)

Es decir

              Además   los tiempos están  jodidos

Llorar esta tan gastado

Aparte ya no vivís en Nogues

Ni a tres cuadras de  casa a dos de Cura Brochero

Como parar ese milimétrico segundo

pedacito de tiempo que me tira contra vos

Que deja de enfrentarme con lo cotidiano

              y te atrae así

             distinta a los demás tiempos del año

Aunque este jueves se repita casi igual

La muerte es complicada para los que nos quedamos a pensarla

no voy a caer nunca en la certeza de que no estés  –perdóname-



Aunque si

este jueves si

se repita casi igual

si  si   si

ahora no se puede dar a conocer nada

             quedaron en desuso los detalles 

algunos mejores para resumirte.



                   





Sueño eterno- Rolando José Díaz






Se encuentra a punto de dormir en la profunda muerte.

La palabra eternidad es algo prohibido para nosotros,

él lo sabe bien y por eso no reniega.

Acorde a lo poco que leyó, en una biblia polvorienta,

sabe que no se sentirá mal pero tampoco bien.

Su corazón cansado, aun puede añorar la forma de las nubes australes

del amanecer del 30 de abril de 1882

y aquel texto perdido en el laberinto de la juventud,

que la mujer que amó jamás le compuso,

repite en su mente vez tras vez,

mientras juega a ser el pensador de Miguel de Cervantes Saavedra.

Una persona más, pues en su añeja memoria,

jamás existió el Quijote ni los eternos molinos.

Cierra los párpados para soñar,

quizás para no ver el momento,

quizás porque ya no los puede mantener abiertos.

Ya no los puede abrir…

                                                           









La pelea con el Nico Landa-Gerardo Tripolone 





Estamos en San Juan, en febrero de 1966. Es sábado por la noche y Juan está caminando por el Parque de Mayo, bastante lejos de su casa en la Villa del Carril. Las noches de febrero son algo más frescas que las de enero, lindas para caminar o sacar las sillas a la calle, mate y cosas ricas.

Hoy no había cine ni fiesta, lástima. Sus amigos fueron al quiosco por faso y por alguna razón se quedó solo. Empezó a caminar por adentro del Parque, distraído, pensando en el partido de la tarde que fue duro y largo. Como siempre los sábados, el fútbol empezaba a las tres de la tarde. Juan tenía el puesto de arquero bien ganado. Era imbatible, tanto es así que se había hecho famoso. Atrás del arco se ponían algunos pibes y de vez en cuando tiraban una frase de aliento o entonaban el clásico “tenemos un arquero, que es una maravilla/ se ataja los penales, sentado en una silla”. Lástima que el fútbol no resultó ser lo suyo. Un día se fue a probar al club “El Globo” y comprobó que los arcos grandes no le venían bien. En el fútbol de a siete anda perfecto, pero el de once jugadores, con arcos de ocho metros, es otra cosa. Le hicieron, en promedio, un gol por jugador: once y ahí terminaron las aspiraciones de ser el Antonio Roma sanjuanino.

Pero estaba bien, por lo menos tenía equipo asegurado y partidos todos los sábados. Ese sábado iban perdiendo y, como siempre que iban perdiendo, el Viejo quiso seguir jugando hasta que lo dieran vuelta, y hasta que no lo dieran vuelta no había forma de que entrara en razón y parara el partido. El Viejo era del equipo de Juan: si ganaba, empezaba a sobrar y a las cinco, seis de la tarde, cada uno a su casa. La pelota era de él, así que él decidía. Si iban perdiendo, agarrate, no paraba más. Así estuvieron hasta las nueve y media de la noche en que se pusieron arriba y se terminó. Cada uno a pegarse una ducha, cena con la madre y a salir de nuevo.

Pocos tenían bicicleta. Juan, ni ahí. La cosa estaba pesada, la academia de música del padre arrancaba, andaba bien y se paraba de nuevo, que no pagaban las cuotas, que la música no es trabajo, que si pago clases de piano no tiene útiles para la escuela. En lo que a Juan respecta, zapatillas para el fútbol y la revista Goles eran sus únicos lujos.

Ese sábado, Juan y sus amigos salieron de Villa del Carril, tomaron por Paula Albarracín de Sarmiento hasta Libertador y de ahí unas quince cuadras para abajo. Los que iban en bici al lado, despacito. Todo el camino recordando el partido, que el gol que te morfaste, que la atajada del Juan, que el Viejo que no paraba, que lo matado que era el defensor de ellos. Iban el Sapo, su hermano el Pala y el Palillo Fernández. En el Parque quizás estén un par más.

Bueno, la cosa es que se separaron por los puchos y Juan está caminando por el medio del Parque. Despistado para todo menos para el fútbol, va mirando los árboles que se mueven por una briza del sur, briza rara en San Juan pero que cuando llega es un alivio que te invita a salir. Imagina que el Tarzán le ataja otro penal a Delem. Él está en la bombonera, primer bandeja, justo atrás del arco. O no, mejor él está debajo de los tres palos, se acerca Pinino Más por la izquierda, elude al defensor, pase al medio, entra Onega, mano a mano con Juan que se revuelca en el pasto, le saca el balón, explota la bombonera.

Pero no, Juan está en San Juan y acaba de tropezarse con la pierna del Nico Landa. Grave error, el Nico Landa tenía fama: boxeo y mucha pelea en la calle. Birra y manos, todos los sábados. Para colmo, cuatro años más grande que Juan, que apenas pasaba los catorce. Ay, que no diga nada, que no me diga nada. Pero sí, se hace el enojado, quiere asustar. No se va a meter con uno de catorce, pero asustar y quedar bien con los muchachos está bueno.

El Nico Landa está con cuatro más. Son escoltas, pero cualquiera se ha trompeado más que Juan y, por cualquier cosa, saltan por el jefe. Generalmente no hace falta, el Nico Landa aguanta sólo contra lo que venga. Historias hay muchísimas, algunas quizás exageran, pero dicen que fajó a tres, uno de ellos con un cuchillo más grande que el del Martín Fierro. Qué se yo, será o no, pero la fama no se gana en Villa del Carril (el Nico Landa era de la Villa también) porque sí, hay que tener papiros.

- Qué te pasa huevón, ¿estás ciego?- increpa, agrandado por la situación.

Tenés que responder Juan, no seas maricón, ¿te vas a quedar callado marica? Juan está solo, podría zafar. Mejor no dice nada, agacha la cabeza, se liga unos insultos pero nadie se entera. Y si se enteran, eran cinco más grandes contra uno solo, ¿qué iba a hacer? Pero no, Juan había apuntado bien las lecciones. Hay que aprender a contestar, nada de dar de cagón que de esa no se vuelve más.

- ¿A vos qué te pasa? ¿La vas de malo?

Para qué. El Nico Landa roció la nafta y si alguien prendía el fósforo no iba a recular. Un par de coscachos y se acaba. Humillamos al pendejo y seguimos con la birra y el faso.

Se para. Los amigotes no tienen que esperar tanto para ver al Nico Landa tirando un bife a la cara que, no sabemos por qué alineación de los planetas, Juan logra esquivar. Se hace para atrás, recula un poquito. La cosa está pesada, ¡cómo no me fui! Ya está, es correr y gritar o aguantar y ver qué pasa. El Nico Landa le tira una patada, Juan la vuelve a esquivar pero le pega en el muslo izquierdo. Fue con poca fuerza, era para distraer. La inocencia, rayana con el Cachito campeón de León Gieco, hace que Juan le tire otra patada pero más tímida. Ese es el problema del novato en el ring de la calle: pelear a lo tímido, casi con vergüenza de pegar. Juan tiró la patadita que parecía que quería que el Nico Landa la agarre. Y éste la agarró nomás y Juan al piso y el Nico Landa al piso arriba de él y ahí estamos muertos.

Pero no, algo pasó, no sé, providencia divina, destino o, efectivamente como recordará Juan después: agilidad de arquero. Mientras el Nico Landa iba bajando para montarse arriba y liquidar al pendejo insolente delante de los amigotes, Juan estaba levantándose. La situación es inmejorable: el Nico Landa agachado por una milésima de segundo y Juan parándose. No va a durar mucho esa posición. Hay que reaccionar de alguna manera y sale de adentro una izquierda a la cara y una derecha y a correr. A correr quince metros y de allá sentir ¡el Juancito!, ¡es el Juan!, ¡se está cagando a trompadas!

Los alcanza a los pibes ya provistos de fasos pero atontados con la escena de un petiso  que se cae pero se levanta y que le pega a un grandote que queda agachado justo cuando lo iba a moler a golpes. ¿Qué te pasó pelotudo, en qué te metiste? ¡El Nico Landa, Pala, me pelee con el Nico Landa! ¡Sacame de acá!

Y de ahí todos yéndose rápido del Parque, pero mejor nos separemos que esta bestia no nos vea con este pendejo que nos mata a todos. Mejor que el Palillo te dé la bici, andate vos rápido a tu casa y metete bien guardado por mucho tiempo. Nada de salvarlo, acá estaba la seguridad de todos, no había que quedar pegado.

Y Juan en la bici al palo, la adrenalina a mil por hora en un éxtasis de felicidad y pavor. Sube por Libertador las quince cuadras. Cómo no me vio una minita. Esta se la cuento a todo el mundo, los muchachos me vieron, gracias a Dios me vieron, si no, nadie te la cree, ¡el Nico Landa!, se vienen meses de recordar esto, día a día. Ya no soy el Juancito que va al arco, le amasé la cara al Nico Landa. Dobla por Paula Albarracín de Sarmiento y a meterle hasta Baldivia. Llega a la esquina de su casa dobla a la izquierda y no puede ser, ¿se teletransportaron?

El Nico Landa y toda su barra en la puerta de casa y Juan se hace el sota y empieza a doblar lento, pero el silbido se escucha y lo llaman. Se van a quedar toda la noche si no voy y, para el caso, si no es ahora vendrán mañana.

- ¿La seguimos acá?- pregunta el Nico Landa, con la sangre en el ojo y sin marcas en la cara, ¿por qué no le quedaron marcas?, era como si no le hubiese pegado. Pero la rabia iba por dentro, cuatro de los suyos lo vieron, esto no podía quedar así.

- Eh, vos estás con todos tus amigos, yo estoy solo- Contesta Juan, esta vez buscando zafar. Ya se olvidó de que va a ser héroe por unos meses y que las minitas y que va a contar la historia a todos los amigos y que el Sapo, el Pala y el Palillo lo vieron. Ahora quiere la cama y la frazada hasta los ojos.

Al Nico Landa le sobran peleas pero no le faltan códigos. No va a ser muy honorable trompearlo ahí, con toda la muchachada de refuerzos.

- Mañana a las nueve de la noche en punto, Cereceto y Baldivía.

- Dale.

El duelo estaba concertado, pero esa noche la victoria fue de Juan.

Al otro día, desde temprano a la mañana y no se sabe cómo, todo el mundo estaba enterado de lo sucedido. Vino el Pala, un tipo centrado. Que tuviste suerte ayer, que ni en pedo vayas, que te va a matar esta vez sí, que ha peleado con todo el mundo, que el boxeo y que ayer estaba en pedo por eso no te molió a palos. Vino el Palillo, que no podés faltar, que no seas maricón, que si no vas te va a venir a buscar y va a ser peor, que a la noche vamos a estar todos, que si se pudre la paramos.

Juan imaginó distintos finales. Se paraba enfrente de su rival, subía la guardia, una mano del Nico Landa le daba en la nariz, oh no, lágrimas, que no salgan lágrimas, pero sí, salían lágrimas. Se nublan los ojos, otra mano bien puesta y al suelo. De momentos era más positivo: la pelea era pareja, iban palo a palo hasta que un gancho bien puesto tiraba al Nico Landa y Juan de pie, no se le tiraba encima, quedaba como el ganador pero no era traicionero, tenía códigos, esperaba que se parara de nuevo y ¡bum!, otra vez el Nico Landa al suelo y ahí sí se metía uno a separar y gloria para el vencedor. En otro final directamente no iba. Le contaba a la madre que lo cubría esa noche en su casa, lo tapaba en su cama, lo consolaba, que todo iba a andar bien, que qué te importa lo que digan. Pero sabía cómo iba a seguir después: ni te aparezcas por el potrero, olvidate del Parque y casi que del cine y para la escuela faltan unos meses pero no va a estar muy buena. El Nico Landa no va, pero que había faltado al desafío se iban a enterar varios.

Estuvo entrenando frente al espejo del baño. Quiso ir a tirar piñas en el patio, pero lo ve la madre y no lo deja salir. Upper, jab, ganchos. Dos golpes, agacharse, nada de patadas esta vez. Si vas al suelo, te parás rápido. ¿Y si no te podés parar? No, no, mejor no te caigas. Mejor sé como el Intocable, buena defensa, ataque en el momento preciso.

Nueve menos veinte de la noche, el Sapo toca el timbre. El Nico Landa te está esperando. ¿No era a las nueve? Qué tipo el Sapo, quería estar seguro de que no iba a faltar, el morbo le podía más. Y ni pensar que era traicionar al amigo. El Sapo no pensaba que esa noche le podían bajar todos los dientes, desfigurarle la cara y quizás él no iba a poder hacer nada. Eso ni se le pasaba por la cabeza. Para el Sapo el razonamiento llegaba hasta el momento en que los dos estaban frente a frente. Su pronóstico se extendía hasta las nueve de la noche del domingo y después que sea lo que sea. Nada que reprocharle entonces.

Van caminando los dos por Baldivia para el Este. Son algunas cuadras nada más hasta la esquina del almacén, lugar de reunión de la muchachada. Juan absorto, ya ni repasa en la mente lo que tiene que hacer. La cabeza no piensa o piensa en la cena, en la carne con papas de la madre, en el fútbol, tonteras así, pero en la pelea no. Pero tiene todos los sentidos atentos. Cierra los puños, acomoda la muñeca y el brazo bien recto, siguiendo la línea de los huesos no sea cosa que logre entrarle y termine gritando él.

Llega al almacén, están todos. El Palillo, el Pala, que fue por si tenía que salvarlo, los Peralta, que lo odiaban pero estaban ahí. ¿Y el Nico Landa? Ni rastro, no había ido en todo el día. ¿No me dijiste que me estaba esperando? No hay respuesta, seguro ya va a venir. Se va a aparecer con todos los amigotes. Nueve y tres minutos, se empiezan a relamer, quieren ver tipos en el suelo, dientes afuera, cejas rotas. Nueve y diez, ¿ya se puede decir que abandonó? Listo, digamos que no vino que se achicó ya pasaron diez minutos, dijo a las nueve. Juan ni hablaba. Nadie hablaba. Por ahí se acercaba el Pala y lo miraba. Ni una palabra. Lo que tenía que decir lo dijo, no era el padre aunque tenía dos años más que él.

Nueve y veinte, el Nico Landa no viene, el Sapo se impacienta. Va a aparecer en el último momento, cuando ya nos estemos yendo, qué hijo de puta. Al Palillo se le fueron las ganas de que venga, tiene miedo. ¿Y si tenemos que saltar nosotros? Juan está impaciente, suda. Siente que las manos no le cierran y que pierde las fuerzas. Pelear en caliente está bien, pero la cosa se va enfriando. Sudor helado por la espalda y carita pálida. No es negocio. Siguen esperando, nueve y media, diez menos veinte. El Pala habla, se lo nota aliviado.

- No va a venir.

Juan se afloja por dentro, no puede estar más feliz. No responde, hace una mueca como de decepción, finge bronca y vergüenza ajena por el abandono cobarde. Por dentro, quiere explotar de la tensión. Vuelven cada uno para su casa, no hay ánimo para seguir nada. Juan llega a la suya. Cena tranquilo, sin ojos morados ni madres llorando por sus hijos. Se acuesta temprano, prende el velador, la revista Goles está buenísima.       





     


La vida líquida de Ricardo Ibarmarán- Luis ángel Gonzo



 La tarde en que el cuerpo de Ricardo Ibarmarán comenzó el veloz proceso de exudación que en menos de una semana lo convertiría en un montón de líquido, nadie se dio cuenta: ni su mujer ni su pequeño hijo -que vivían juntos prácticamente sin mirarse-, ni él mismo, propulsor y reproductor ideológico de ese profuso y desértico ecosistema doméstico. Como casi todo el mundo, la familia Ibarmarán pasaba el tiempo queriéndose, resistiéndose, hablándose, evaluándose -fundamentalmente evaluándose- a base de vistazos funcionales y adivinanzas memorizadas, repeticiones desalmadas y descuidos automáticos que daban cuerpo a sus desfiles cosmogónicos de manos ocupadas y piernas cruzadas, palabras alusivas y decretos cambiantes en la calesita sucesiva de cada día encerrado en su casillero del calendario, cercado cada uno entre el cargado cuadrado blanco, atiborrado pero blanco -en el fondo, siempre blanco- que pasó y del cuadrado que le sigue. Así las cosas, cuando papá Ricardo apareció hecho sopa un día sin lluvia ni actividad física previa (sus únicas carreras, por entonces, eran rumbo al trabajo; sus únicas maratones eran televisivas o culinarias) y cuando, minutos después, ya aseado y listo para el banquete que recompensaría su diario derroche vital, el goteo se renovó en sus sienes y se extendió por la cordillera de su columna vertebral y por sus muslos de forma persistente, el líquido transparente e inodoro que rodeaba a papá Ricardo no fue percibido como goteo ni como inundación, sino como transpiración. Si había transpiración, habría calor, pensó Ibarmarán haciendo gala de su lógica; y es que, como casi todo el mundo, Ricardo tenía su lógica, una especie de centro radiactivo que expandía hacia los demás hasta asfixiarlos de incomprensión. Su mujer le dio una toalla, Ricardo se secó y se acostó y durmió como siempre.


A la mañana siguiente despertó empapado. Húmedo como estaba, fue hasta el baño. Se vio más flaco; parecía un perro mojado. La percepción no adolecía de hipocondría. Su mujer, que lo vio como por primera vez, se asustó y llamó a la guardia médica mientras pensaba para sus adentros en lo mucho más deseable que le parecía su marido sin los kilos que había perdido durante la noche; más deseable y a la vez más frágil. ¿Y si justo ahora…?  Apenas asomaba el interrogante se cortaba el aliento que formaría los verbos lúgubres, los condicionales diagnósticos, las hipótesis de polvo y sombra. La pregunta no terminaba de formarse, de imponerse a la realidad idiota que sin embargo la llamaba, y si lo lograba era suprimida al instante por algo inmediato: un suspiro panorámico, una llamada urgente, un diálogo elíptico, un monólogo, un gesto inútil y conmovedor; vastas pequeñeces. Entre esos vaivenes -hamacándose entre el asomo a lo excepcional y el aterrizaje en el cable a tierra cotidiano- estuvo ella hasta que llegó el médico: una muestra externa y palpable que confirmaba sin rodeos ni dramas esa mezcla o cocktail mortal e sensaciones que se agitaban en su cuerpo. Mientras tanto, a Ricardo -siempre recostado, por precaución- lo dominaba la euforia idiota (el terror, la felicidad) de la incertidumbre, una adrenalina que por momentos lo hacía reírse y por momentos lo conminaba a conseguir el llanto, y algunos instantes lo dejaba a merced de un sopor sin esperanzas.

Más allá del goteo o la transpiración, el médico no encontró síntomas de nada: ningún mal puntual. Les explicó lo que ya sabían: que el cuerpo humano es mayormente líquido, que la importancia y la reposición…, incluso que el planeta Tierra… Pero para esa altura el nivel de exudación de Ibarmarán era mayúsculo, si no exagerado, y el médico dispuso su internación para un mejor diagnóstico.

Llegado al hospital, a Ricardo lo conectaron a sueros, mangueras y bolsitas que regulaban los porcentajes destinados a mantenerlo en la forma humana que hasta ahora lo había contenido; hasta ahora: el aspecto de sus brazos comenzó a evocar finas líneas de trazo artesanal. Al resto de su cuerpo -salvo el rostro, que mejor ni hablar- lo cubrían las sábanas verde agua que se oscurecían pero apenas se engrosaban sobre su humanidad.  El primer día, aunque debilitado como estaba, fue estable, pero su organismo no recuperaba el porcentaje de líquido que debía tener. Antes bien, seguía perdiendo. Por la tarde, en menor medida, pero seguía perdiendo. El segundo día fue una copia del primero. Lo único que cambió fueron los enfermeros; como siempre, el entorno.

Al tercer día, el que cambió fue Ricardo; si es que se podía aún llamarlo así, y sí que se podía: la disociación del nombre y la referencia muy poco puede contra el amor y la costumbre. El nivel de agua de lo que quedaba de su cuerpo se estacionó primero en un cincuenta por ciento. El suero dejó de llegarle a las venas, que se habían cerrado o tapado, simplemente. Su piel, sin embargo, no se arrugaba. Sí cambiaba de tono. Así, hacia media mañana, Ricardo comenzó a empalidecer. Después del mediodía ya había pasado por un color azulado hasta ponerse celeste, hacia las tres de la tarde, hasta que a las cinco comenzó a perder color y volumen y a gotear cantidades inusitadas de líquido y vocales sueltas que evocaban frases que los que pasaban por ahí interpretaban. A esta altura era un colchón empapado y unas cuantas personas reunidas alrededor de un hueco de ausencia; un espíritu más que una persona.

Los médicos resolvieron ponerlo en una bañera y tapar el desagüe. Hacia las seis de la tarde, Ricardo Ibarmarán era completamente líquido. Casi todos sus órganos, músculos y tejidos se habían disuelto, salvo los ojos -que continuaban moviéndose con su vivacidad típica- y sus dientes y encías -que permanecían en una sonrisa permanente, como las calaveras-. Los médicos y la familia, de común acuerdo, decidieron ponerlo en un bidón y darle el alta.

De nuevo en su casa, su mujer lo llevaba consigo por todas las habitaciones, para no sentirse sola. Él -incoloro, aunque no siempre inodoro, y claro hasta la transparencia, y silencioso- la acompañaba como el mejor de los maridos. Su nueva forma no le impedía expresarse: cuando su hijo hacía algo que no cuadraba con sus parámetros de conducta, cuando su mujer hacía o decía algo que lo impacientaba, cuando la televisión se ponía más mala que el futuro, el bidón temblaba y él bullía como si la ganara el hervor. Su mujer atendía sus manifestaciones, conversaban hasta que las aguas calmaban y ambos se complacían en el acuerdo conseguido. Ella desarrolló todo un sistema de interpretación de los signos líquidos, pero rara vez pudo comunicarlo: el amor y la locura y la desesperación son así, y son vecinos: se viven pero no se comunican. A veces, ella tapaba la bañera y se sumergía en él. Los ojos de Ricardo giraban como nunca, las burbujas se multiplicaban envolviendo el cuerpo en una tibieza que en algunos casos llegaba a quemar. De esa forma, ambos eran un poco el otro: algo de él se iba en ella y algo de ella quedaba en él.

Así fue hasta que sobre ella avanzaron el tiempo y sus cambios.

Cuando lo suyo -lo de ella, lo de él- también fue irreversible, el líquido que supo ser Ricardo hizo burbujas para hacerse entender; quién sabe si lo logró.

Como sea, antes de morir, su mujer se lo bebió.

Días después murió.

El hijo de ambos consumó su deseo de ser cremada y arrojada al río. 

   




2001: Odisea del Spazio- Andrés Ángel Zacarías  



Haciendo crujir los escombros fue que avanzamos hasta llegar a la reja principal, anulada con unas cadenas enormes que se habían cerrado mucho después de lo necesario y mucho antes de que llegara un patrullero; la noche ya presente y las sirenas entonando su canción repetitiva y enloquecedora en otros lados, lejos del escándalo de horas atrás. El olor de los neumáticos quemados de toda la tarde impregnaba el aire, que se había vuelto chicloso.

A lo lejos, un empleado de seguridad al que no pude identificar inmediatamente me hizo señas para que condujese el auto hasta la entrada y salida de proveedores. Dimos la vuelta a la manzana y nos detuvimos, con el motor aún encendido paseé los ojos por lo que había dejado el saqueo y el aire salió de golpe de mis pulmones, con pesadez y ruido. No parecía haber quedado un vidrio sano. Con una linterna de seis elementos en la mano y habiendo identificado tanto al auto como a sus ocupantes, el encargado gesticulaba calurosamente. Quise creer que estaba contento de vernos; resultó que en realidad estaba enojado por la demora, cosa que certificamos por sus gruñidos a medida que se fue acercando al auto que detuve en el estacionamiento, junto a un patrullero al que semanas atrás le habían llovido los cascotes en un partido de fútbol y llevaba las cicatrices en la chapa. Apagué el motor. Cerrando la puerta del acompañante, Curumilla hizo un comentario acerca de que tranquilamente habríamos podido evitar el viaje y nadie se habría tomado el trabajo de despedirnos, pero nos habríamos perdido la oportunidad de ver el asunto en estado puro. Y tenía razón.

–Llegó el jefe de repositores –le oí decir a un muchacho de unos veinte años que señalaba el auto con el dedo. Debía ser nuevo, porque en el supermercado todos nos conocíamos el nombre de todos, y de muy pocos se sabía el cargo antes que el apodo. Junto a él estaban Pedro y Roca, del centro de distribución, Zurita de Sistemas, Alejandrita y su marido, los dos de cajas, Ágata, de tesorería, y el encargado.

– ¡Por fin, viejo! –dijo éste último.

–Si querés, me voy –le respondí.

Quizás porque Curumilla ya estaba de mal humor y no quería aumentar las tensiones al punto de cachetear al encargado y llamar al sindicato nomás para jorobar, alguien dijo que llegábamos tarde porque yo había insistido en pasar a buscarlo, cosa que era cierta. Aún hoy, después de todo lo que pasó, soy capaz de reconocer que la compañía de un Goliat como Curumilla siempre va a ser preferible a la soledad. A un costado, un policía tomaba yogur directamente del sachet, sin preguntarse nada acerca de la cadena de frío. El encargado se disculpó con un gesto al que no le presté mucha atención, y al que le respondí señalando en dirección a la entrada para clientes, cubierta con unos paneles de madera y alfombrada de paquetes reventados de fideos secos mezclándose con el vidrio.

–Pasen –nos dijo lacónico, entregando la linterna.

–Nada mejoró cuando entramos al salón de ventas. Todo lo que pisábamos hacía ruido, y había sido derribado o arrancado de algún lado, ya porque hubiese resultado fácil de arrancar o porque hubiese sido usado para despegar o destruir otra cosa, la mayoría de las veces un objeto de mayor valor, obviamente ausente. Parecía como si la consigna hubiese sido: “Nada puede permanecer a menos de un metro de su posición original”. A simple vista, por cada cosa robada había dos rotas y una desaparecida, lo que se correspondía con la necesidad de romper cosas durante los saqueos, nomás para que los noticieros no vayan a pensar que no hubo furia. Curumilla me seguía a varios metros, alumbrándose con el encendedor y haciendo bailar la oscuridad, pateando crujidos. Llevaba en los hombros el gesto duro de quien deseaba cruzarse con un saqueador rezagado para molerlo a palos. No esperábamos encontrar nada en el depósito, y cuando logramos alcanzarlo tras hacer cincuenta metros de pasillos a oscuras no nos decepcionamos. Tuvimos que caminar agarrándonos de las estanterías como un bebé en su andador, con la superficie resbalosa de aceite y pegajosa de gaseosa y jugo concentrado. La destrucción había sido casi tan absoluta como el hurto, y quedaban en pie sólo los objetos que habían sido demasiado pesados como para moverse de su sitio o llevarse al hombro. Habríamos avanzado unos veinte metros hacia la salida de emergencia cuando oí ruidos a mi espalda y vi que Curumilla trepaba una pila de estantes para bajar con una bolsa de nylon amarillento cerrada al vacío, llevando en su interior lo que parecían ser unas alfombras de vellón de lana. Había tenido que trepar bastante y tironear mucho para sacarlas, motivo que explicaba el porqué todavía estaban allí.

–Si vamos a pasar la noche montando guardia, que no sea pasando frío –dijo. Y con tan magro botín volvimos a la entrada, donde algunos de los presentes nos esperaban, valga la paradoja, listos para abandonarnos.

–Nos vamos –dijo Alejandrita, hablando en nombre de Ágata y su marido también. Hay una garrafa y un anafe para pasar la noche.

–Comida tenemos, bebida también –dijo el ingeniero señalando una pila de objetos amontonados en una carretilla a la que le faltaba la rueda y que sólo por eso no había corrido la suerte de sus hermanas.

–Gracias, chicos –dijo el encargado, enamorado de la patronal como estaba-. Hicieron un montón.

–Roca y yo nos quedamos –dijo Pedro con un tono de voz que lo hizo sonar solemne.

Miré el reloj y eran las nueve y media. Zurita tenía que irse también, porque vivía en Isidro Casanova y tenía más viaje que ningún otro. Me di cuenta de que no se animaba a irse y le di una patada cariñosa en el costado, aclarándole que sobraba con los cinco que nos íbamos a quedar, amén del patrullero y sus dos ocupantes, que sumaban siete. No fuera cosa de que los colectivos cancelaran servicios y yo tuviese que llevarlo hasta allá en el auto. El que terminó de convencerlo fue Curumilla, que también sugestionó a Maldonado, el de seguridad, para que subiera al 504 de Ágata y no volviera hasta que lo llamara alguien para pedirle que se reincorporara a la tarea. Todavía debe estar esperando que lo llamen.



Cuando volví a mirar el reloj eran las doce. Sentados en cajones vacíos, con el pan y el fiambre tibios habíamos hecho algunos sánguches grasientos, mientras que Roca cebaba mates. Uno de los agentes servía café de un termo y Pedro improvisaba unas facturas friendo tapitas de empanada de copetín sobre la garrafa y espolvoreándolas de azúcar, encargándose de que el anafe trabajara las mismas horas extras que nosotros y por el mismo precio. Fue entonces que Curumilla se me acercó diciendo algo que  quien suscribe había temido escuchar antes de que llegara la madrugada.

–Ulises –me dijo señalando el Spazio en el estacionamiento –, tenemos que ir hasta cero-seis.

Y esperó mi respuesta, que tardó varios segundos en salir. Base cero-tres era la central, la mayorista y dónde estábamos; base cero-seis: una sucursal a más de cuarenta cuadras de distancia, en línea recta, sobre la misma avenida sobre la que el saqueo había avanzado como el malón, levantando persianas y rejas, llevándose del mismo modo y con los mismos brazos tiras de asado, paquetes de polenta, teléfonos celulares, televisores, cubiertas, bicicletas, muebles pequeños, indumentaria deportiva y alfajores.

–Vamos y venimos –agregó Curumilla -. El encargado dice que escuchó por el radio de uno de los policías que en la villa están organizando algo para la madrugada cerca de ahí.

–Decile al encargado que el auto es mío, no de la empresa –le respondí a sabiendas de que no quedaba camioneta sana en el estacionamiento.

–Lo dejamos y volvemos. Quince minutos, en el peor de los casos.

Miré hacia donde estaba el encargado fingiendo indiferencia, y sentí algo muy parecido a la lástima. Me di cuenta de que todos nos habíamos quedado sin trabajo y lo que nos quedaba era un paseo de despedida.

–Se vuelve solo –dije poniéndome de pie. Y tras poner en aviso a los demás nos dirigimos al Spazio.

Levanté la traba y empujé el asiento del acompañante hacia adelante para que el encargado pudiese entrar. Al caer, el respaldo le golpeó las piernas, pero no se quejó. Había todavía menos espacio detrás de Curumilla, las rodillas presionadas contra la guantera.

–Gracias, Ulises –dijo, por el contrario-. Te pido disculpas de nuevo, pero es que… los nervios…

Le respondí con un gesto con la cabeza, puse el auto en marcha y salimos.



La calle estaba igual a como la había dejado horas atrás. Ignorantes del toque de queda hicimos el recorrido sin inconvenientes y en pocos minutos, tratando de esquivar cualquier cosa que tuviese la apariencia de ser capaz de hacernos pinchar una rueda, con las veredas casi desiertas. Nos detuvimos brevemente sólo al llegar al Acceso Norte, y porque de lo contrario una camioneta desvencijada que bajaba de la autopista sin luces y a la carrera nos habría llevado puestos hacia el final de su recorrido, cualquiera que fuese.

–Ese, algo ajeno se  está llevando –intervino Curumilla. Y lo señaló con el dedo hasta que se nos perdió de vista. Dos minutos después estábamos de cara a los diez metros de frente de una cero-seis intacta -como si una campana de vidrio invencible la hubiese protegido de los meteoritos incandescentes, ajena a la destrucción de su nave nodriza, con el encargado bajándose a abrir la cerradura de la persiana metálica, sacando del bolsillo trasero un manojo de llaves y buscando más con los dedos que con los ojos.

–Acá no llegó el terremoto –suspiré, apagando el motor.

Y fue entonces que un Curumilla casi nervioso me apoyó una mano en el hombro, y con la otra señaló hacia adentro del salón. Era una cosa de nada, que no era nueva, o que no había sido nueva hasta ese entonces. La pequeña luz verde proveniente del cajero automático titilaba como una luciérnaga, al fondo del salón, rodeada de sombras.

-¡Hay alguien adentro! -dijo el encargado al darse cuenta, moviéndose a un costado y de espaldas a una columna, como un soldado al resguardo de la metralla. Pero eso no era lo complicado del asunto; las sombras obviamente se habían percatado de nuestra presencia al otro lado de la persiana, mucho antes que nosotros de la suya. El ruido de la puertita cayendo en la vereda estalló metálico en el silencio nocturno, y las sombras desaparecieron antes que el eco.

– ¿Qué hacemos? –preguntó Curumilla.

–Hay que volver y avisar a la policía –dije, sin pensarlo demasiado.

–Deben haber entrado saltando de un techo al otro, rompiendo un vidrio –dijo Curumilla.

–Es uno sólo –dijo el encargado, que se había acercado en cuclillas hasta el auto, y ahora se apoyaba sobre el marco de la ventanilla-. Lo vi, es uno solo. Se asustó cuando llegamos.

– ¿Te vas a arriesgar a ver si hay otro? –le pregunté conteniendo algo que pudo haber sido risa-. Ya te traje como querías, me vuelvo a cero-tres.

Para Curumilla, quienquiera que estuviese merodeando junto al cajero era el monumento al saqueador desconocido, buscando esa paliza al portador que habíamos transportado con nosotros, como un King Kong invisible, semidormido y encadenado sobre la parrilla del techo del Spazio.

–Si hubiesen sido dos o tres, habrían salido a saludar –dijo irónico y con los ojos fijos en el cajero, esperando que las sombras regresaran.

Antes de que yo pudiese decir alguna cosa más, el encargado del mes y Curumilla caminaban nuevamente hacia la entrada. Curumilla se encorvó hasta pasar apoyando la linterna en el piso, seguido del encargado y su sonajero de llaves.

– ¡Ya avisamos a la policía, mandate a mudar, flaco! –gritó el encargado tratando de envalentonarse y convencerse.

–Callate, carajo –le dijo Curumilla en un susurro.

            Los seguí, masticando la estupidez de la situación, probablemente amparado en la idea de que cualquier cosa que pudiese sucederme habría de sucederle primero a Curumilla, luego al encargado y finalmente a mí, avanzando a través del pasillo así como íbamos, en fila y a gachas entre las góndolas, deteniéndonos a la espera de una emboscada en las bocacalles angostas que hacían insultar a los clientes cuando dos carritos no podían pasar al mismo tiempo. Nadie parecía haber tocado nada de las góndolas, donde todo estaba medianamente desabastecido, pero ordenado, entero y limpio. Tres metros nos separaban del ojo palpitante del cajero automático cuando la sombra transformó en sonido lo invisible, y unos pasos ruidosos y apurados retumbaron en medio del sigilo en el que nos habíamos conducido hasta ese entonces. La sombra se nos iba; los pasos se oían a nuestra derecha, muy claramente rumbo a la entrada.

            – ¡Se escapa! –gritó el encargado.

– ¡Correlo, Ulises! –ordenó Curumilla.

Y yo corrí, porque con su carrera hacia la puerta, la sombra fugitiva había cambiado nuestro lugar en la fila y me había vuelto a mí, punta de lanza. Curumilla me siguió, con la linterna chorreando hacia adelante un haz de luz que se sacudía a través de la sombra fantasmal del encargado que gritó:

            – ¡El auto!

Desesperado, metí la mano en el bolsillo trasero y no encontré nada donde debía estar la llave, mientras Curumilla me sobrepasaba entre empujones que ni sentí. En un segundo de pausa revisé todos los bolsillos y no hallé otra cosa que no fuese la billetera, los documentos del auto y un resumen de últimos movimientos borroneado, lavado junto con el pantalón, seguramente. Sentí en el estómago la tensión nerviosa del pánico y el cuerpo helado pese a la carrera. Como un jugador de béisbol me tiré con los brazos hacia adelante, tratando de pasar a través del pequeño hueco de la puerta metálica unos pasos antes de alcanzarla. Mi cuerpo tocó el suelo medio metro antes, más o menos en el momento en que la puerta del auto se cerraba sin fuerza y el motor se encendía. Tuve que gatear para salir al otro lado, entre los insultos de un Curumilla que corría detrás del vehículo ya en movimiento y los gritos entrecortados del encargado.

Me puse de pie justo a tiempo para ver como la sombra, envuelta en el Spazio, nos abandonaba en dirección al río, cruzando la vía y siguiendo de contramano. Curumilla le tiró con la linterna, que se partió al medio como una muñeca rusa dejando salir las pilas, que a su vez rodaron hasta frenar junto al cordón de la vereda.

– ¡¿Cómo no nos dimos cuenta?! –preguntó el encargado.

El caño de escape del Spazio rugió durante algunos segundos más en los que pudimos escucharlo, pero fue sólo eso. Un instante después, lo único que nos quedaba eran la noche, sus estrellas y el cajero, con su ojo verde aún fijo sobre nosotros, centinela, observando silencioso desde el fondo del local.






Un viaje al interior- Gabriel Nicolás Suarez



Este relato que merodea entre lo risueño y lo profundo cuenta la historia de un joven de sueños mediocremente corporativos.

Para comenzar me limitare a contar una resumida descripción de nuestro protagonista. Su nombre es Rodrigo, él nació en los inicios de los años ochenta. Su niñez no fue más que la de cualquier chico de barrio, creciendo con amigos en terrenos convertidos en potreros donde los días de lluvia se jugaban los partidos que más se disfrutaban. Entre inocencia y rebeldía se fue forjando su adolescencia, recorriendo kilómetros en colectivo tras alguna banda estandarte del rock nacional. Rodeándose de amistades de los cuales solo algunos elegidos superarían el desarraigo que se genera cuando se termina el secundario.

Siendo un joven de “futuro prometedor” (parafraseando este estigma con el que se ha condicionado a quienes supuestamente tienen aptitudes para sobresalir en medio del ecosistema corporativo) comenzó su carrera facultativa en una especialización que, según le prometieron, generaría una burgués soltura económica en un futuro desarrollo.Así fue que partió en búsqueda de su titulo de contador a todo vapor.

Obviamente, a medida que se avanzaba en su carrera comenzó a nacer en él un fuerte deseo de ingresar en una gran empresa que le permita desarrollarse profesionalmente. Y así fue, su ímpetu y determinación eran determinantes a la hora de conseguir los que buscaba. Cuando entro al mundo corporativo, sentía que era el principio de un gran porvenir. Creía fervientemente en eso y sentía que solo debía mirar hacia delante siguiendo el camino que había elegido.  Rodrigo, dentro de su incipiente madurez, ya había forjado su destino hacia donde él creía que debía dirigirse. No utilizo el verbo “creía” en vano. En ese momento, el realmente estaba convencido de que ese era su camino.  Sin embargo, el tiempo paso, y él comenzó a crecer. Creció en varios aspectos, no solo en edad.  Creció dentro de la empresa, teniendo un cargo más elevado, en el cual ya tenía gente a cargo y disponía de ciertos beneficios. Creció en madurez, la cual no siempre acompaña a los años, pero en él si se notaba, su mediana edad se contraponía a su avanzada madurez. Pero aún más importante, él creció en un mundo que desconocía, al cual aun no sabíacómo denominarlo,podría decirse espiritual, tal vez místico o simplemente existencial.  Igualmente  estos conceptos le generaban cierto rechazo ya que los relacionaba con el estereotipo de gente poco racional que evitaba constantemente. Más de una vez se ha burlado con ocurrentes ironías de  charlas entre amigos que involucraran temas que desarrollaran ideas de algún tipo de búsqueda de la plenitud o algo así.

Sin embargo, Rodrigo luego de superar los treinta años, identifico algo en él que la superficialidad había dejado de lado pero renacía con fuerza e invadían su cabeza cada vez más a menudo. Algo inundaba su alma que le generada la irremediable insatisfacción de no sentirme pleno. El se sentía vacio.

Vacio era la palabra que mejor lo definía. Tenía el trabajo que había elegido y disponía de cierta holgura económica con un gran horizonte a futuro pero todo este compromiso con su carrera había logrado distanciarlo de su familia que aún moraba en el lejano conurbano. Sus visitas esporádicas a su barrio de la infancia eran vividas como un compromiso más y su ajetreada vida nocturna le había quitado toda posibilidad de encontrar una compañera medianamente seria con quien comenzar una relación. Esta soledad inminente de la cual se jactaba se volvió contra él casi sin que lo notara, como el más astuto cazador.

Hoy, nuestro protagonista esta en el camino que eligió pero navega inmerso en aguas de incertidumbre buscando respuestas para saciar el vacio por demás insaciable que reside en él. Sin exagerar, su crisis le hace replantear seriamente su vida.

En primer lugar se ofusco porque desconocía este lado oculto y no lograba entender que era lo que lo había despertado, pero poco a poco fue comprendiendo que cuanto máslo negaba, más azotaba sus pensamientos. Comenzó a vivir momentos de apatía y sus amistades detectaron sus cambios de actitud. Él era una persona que se llevaba el mundo por delante pero su imagen había decaído notablemente.

Afortunadamente, Rodrigo tenía un amigo que la vida lo había hecho transitar por otros caminos muy distintos a los que él había elegido pero hoy la vida los cruzaba nuevamente. Su amigo le había hablado incansablemente de la profundidad del ser pero el solo hacia oídos sordos a sus monólogos. Asimismo, él fue quien incito a Rodrigo a visitar a alguien que quizá lo pueda aconsejar en estos momentos de duda. Después de meses de insistencia, Rodrigo finalmente acepta. Aunque hubiese ido en primera instancia, estaba convencido que debía mantener su reputación, por eso dio lugar al juego de que le suplicasen para que acceda, juego al que su amigo accedió pacientemente.

Una tarde más, de cualquier día mediocre Rodrigo asistió a este supuesto consejero esperando que le dé una pauta reveladora que lo saque inmediatamente de su desasosiego.

Ingreso detrás de su amigo con cierta soberbia, esperando que alguien se acerque a él. De alguna manera sentía que debían darle un trato especial. Contrariamente a lo previsto, fue ignorado de manera absoluta lo que genero un creciente malhumor en él.  Luego de unas horas, su amigo se acerca hacia su persona con un hombre de mediana edad, muy lejos del estereotipo del sabio que Rodrigo tenía en su cabeza. El hombre lo saluda amablemente mientras él le devuelve el saludo algo distante, demostrando su malhumor ponderante.  Ellos se quedan solos, mientras el amigo de Rodrigo se entrega al abrazo fervoroso de una mujer que se acerca a saludarlo. El sabio personaje observa a Rodrigo buscando su mirada esquiva hasta que sus ojos se conectan por un instante, luego solo le menciona levemente “la respuesta que tú buscas esta en el interior de ti”. En ese momento el amigo de Rodrigo vuelve a escena un tanto festivo y alborotado mientras el consejero se aleja con un andar cansino.  Lo que muchos desconocen es que Rodrigo solo pudo oír “la respuesta que tú buscas esta en el interior”, esta confusión nació por la distracción que genero su amigo al regresar. Esto ocasiono undesconcierto un tanto mayor en él a lo cual se sumaba el malhumor que lo acompañaba hace horas. Se retiro renegando por aquel consejo recibido que no le aclaraba el panorama.

Así paso una semana en la cual medito en la frase percibida sin encontrar un claro punto de partida. Su vida había habitado en la superficialidad y aun no se encontraba familiarizado con algún concepto que le permita culminar la inconclusa frase.

Fue cuestión de tiempo en que recibió una llamada de sus padres. Simplemente lo llamaron para mencionarle que esa misma semana viajarían al interior del país, al pueblo natal de su padre. Hace años que no hacían ese viaje y les pareció que debían darse un gustito.  Esa misma noche, casi como una epifanía, Rodrigo conecto la frase del consejero con el viaje de sus padres. Así que decidió viajar al interior.

Les informo a sus padres que se partiría con ellos, lo cual no solo los sorprendió sino que los inundo de alegría al saber que compartirían unos días con su hijo prodigo.

Rodrigo acordó tomarse una de las varias semanas de vacaciones pendientes que tenía en su haber y ese mismo fin de semana subió a sus padres a su auto y partieron a esa localidad que levemente recordaba. Si bien el viaje no era aquel que deseaba, él reconocía que necesitaba ese cambio de aire y de alguna manera solo buscaba escapar del agobio que le generaban los constantes cuestionamientos que venían a su mente.  Partía con la conformante idea de que allí vería a sus primos y entre ellos podría llegar a conseguir algún compañero de aventura para sus andanzas nocturnas.

Unas horas previas a realizar su viaje, vino a él un pensamiento algo perturbador. Sentía que el alejamiento que tuvo hacia sus padres fundaba en él la sensación de que eran dos extraños. Se planteaba como sobrellevaría el tiempo que compartirían, de alguna manera creía que estaría lleno de silencios incómodos. Esos silencios que no se permitía en sus reuniones laborales, él siempre intentaba esquivar con comentarios sutiles o llamadas espontaneas.

Una vez más estaba equivocado. El hecho de tener horas en común con su familia a lo largo de la ruta le hizo notar en unos pocos minutos que con ellos no tenia que fingir seguridad, no tenía que ser determinante al tomar decisiones ni debía asumir el “liderazgo” en todas las circunstancias. Tampoco tenía que ocultar sus flaquezas ni forzar empatía en pos de mejorar la relación. Sus padres le demostraron con simples actos que solo debía ser él, ellos eran quienes le habían dado su vida y podían ver a través de él. Con ellos no podía fingir pero aun más importante, tampoco hacía falta.

Al llegar a destino, lo sorprendió encontrarse con ese extraño paisaje conformado por decenas de personas de los cuales sus padres, hace ya varios años, le aseguraron tener algún mínimo parentesco. Todos ellos le demostraron un afecto irreconocible para él, y quizás un tanto exagerado. A pesar de que no gustaba de estas demostraciones de afecto, con una actitud cordial recibió con una educada sonrisa cada uno de esos impetuosos saludos. La recepción fue por demás ruidosa, pero de a poco se fueron calmando las aguas y lentamente fueron ingresando a una pequeña casa que más de un citadino envidiaría. En muy poco tiempo se vio sentado en una gran mesa ubicada en un generoso patio repleto de arboles estratégicamente colocados para esquivar al sol durante la siesta. No podía evitar sentirse un extraño, a su vez la incomodidad era acompañada por una creciente vergüenza que se iba transformando en un irremediable impulso de inventar la más absurda excusa para retirarse un momento del lugar. Por fortuna la vergüenza no finalizo su transformación y solo pudo seguir siendo una vergüenza que rozaba lo absurdo gracias a que aquellas personas que comenzaron a acercarse a él para lograr su comodidad. No transcurrió mucho tiempo hasta que Rodrigo ya se sentía uno más en esa mesa. No obstante, se sintió asombrado al comenzar a escuchar historias que lo tenía como protagonista. Rodrigo durante su Adolescencia todos los veranos se iba a vacacionar a esta tranquila localidad. Aunque ya habían transcurrido más de diez años de no visitar el lugar, en algún momento de su vida migraba alejándose de la ciudad cada verano.

Estas historias sorprendieron a nuestro protagonista simplemente porque ya no las recordaba. Simplemente las había olvidado. ¿Qué cosa tan importante había transcurrido en su vida que reemplazo aquellos recuerdos tan amenos de su memoria? Le entristeció pensar en eso. A pesar de todo, logro conectarse con esas historias y redescubrirlas nuevamente.

La semana se fue esfumando raudamente mientras el se reconocía en los lugares, en las anécdotas, en gestos que realizaba su padre, en la mirada que le brindaba su madre.

Se redescubría en una canción que emergía de un patio lindero en alguna generosa sobremesa vecina. Recordaba como disfrutaba de recostarse bajo la sombra de un árbol acompañado solo por un mate mientras el sol cae en el horizonte e intentaba reflexionarse cuando había sido la última vez que había añorado esa idea. Se recordaba a él en una persona bastante distinta a él que los años se habían ocupado de abandonar.

Así fue como Rodrigo subió a su auto para emprender la vuelta y al cabo de unas horas, mientras sus padres dormían, él iba avanzando kilómetros reflexionando en todo lo vivido y se preguntaba qué extraña fuerza lo había alejado de su esencia. En qué punto su camino se había desviado sin siquiera notarlo. Pese a todo, lo importante era que había despertado nuevamente, y hoy era consciente de este hecho. Era simplemente reconocerse.

Este renacer le volvía el alma al cuerpo y apagaba ese vacío. Ya sabía quién era.

En ese instante en su pensamiento recordó al sabio consejero y no pudo negar que aquel sabio consejero tenia razón, la respuesta que buscaba estaba en el interior…








Ulises, el poeta extraviado de su patria- Daniela  Alejandra Aguilar 

              Ulises está volviendo a su casa. Agarra fuerte con la mano izquierda su maletín, se camufla entre la gente que lo sofoca. Llueve. No tiene paraguas. El sobretodo húmedo le hiela los huesos mientras espera el 60. Los guantes que intenta ponerse se le caen al suelo. Están mojados, llenos de barro, llenos de hastío.

 El colectivo llega, Ulises sube, paga la tarifa más cara y afortunadamente encuentra un asiento. Ese asiento tan codiciado en las tardes de cansancio laboral, ese asiento por el cual la gente es capaz de tironearse, empujarse, saltar por la ventana, por los andenes, por el agujero negro del mundo que se come las vergüenzas. Asiento repetido y usado. Ulises apoya su espalda, el peso del caos y de la cultura, se estira, mira por la ventana. Su libreta de notas, yace entre el barro y el asfalto. No es posible se dice entre dientes. Revisa su maletín y confirma la ausencia. Resignado, enojado, ilusionado, baja del colectivo a empujones con la esperanza de recuperar su libreta.

            Una vieja sonríe, le pisa los talones, debilidad de Aquiles en la batalla que Ulises acaba de perder contra el tiempo, para sentarse en el espacio que ahora deja libre. Ulises logra bajar del colectivo, recoge su libreta del piso, arrugada, frágil, preciosa.

            Pero he aquí que el bondi se va, y se queda solo nuevamente en un lugar incierto, sin monedas, con lluvia, con deseos, con lujuria de momentos, en la parada fría del 60. De esta manera, decide que su destino esta librado a la suerte. Da una vuelta al costado y empieza a caminar para su casa. Quien dice si puede encontrar una moneda en el camino.

Así, Ulises inicia el viaje a su hogar, donde su mujer, el viejo y su hijo lo esperan. Seguramente, con un buen asado al horno con papas, si es que ella tuvo suerte y el taller le pago hoy, sino, con un poco de fideos de ayer, que guardaron por si las dudas.

            Transcurrida una hora de la caminata, Ulises se detiene, y encuentra un bar para a tomar una cerveza. Se muere de ganas, pero no tiene plata. Un hombre, que dice llamarse Armando, se le acerca a darle charla. Hablan durante media hora, luego siguen hablando, lo invita al bar y beben cervezas y otras cosas, luego se emborrachan. Tan preciosa la vida como comer una flor de loto. Los hombres ebrios ríen entre sí, se olvidan de las mañanitas con frio, de los colectivos, de las penas, son hombres que se embriagan con las notas florales  que emanan los vasos de la madrugada.

 Hay que ir a trabajar, pero también hay que volver a casa, Ulises, tras despertar dormido en la silla del bar, solo, se mira en el reflejo del último vaso. Agarra su maletín, verifica que su libreta marchita este adentro y continúa caminando….

Las sirenas de la noche lo envuelven con sus cantos, sin taparse los oídos pasa ante ellas. Quiere ir desesperado.

           Hay algo al final que no sabemos, si Adorno y Horkeimer tenían razón, si Odiseo se ata al mástil de sus represiones, si él se hace atar, sujetarse para que la cultura sea posible, porque si va perdería para siempre su condición de animal racional, o si Kafka tenía razón, las sirenas no cantan, sino que le otorgan a Ulises su silencio, y él quiere creer que si lo hacen.

            Silencio o canto, Apolo o Dionisio, Ulises se desata en su tempestad emocional del mástil, el resto del mundo yace sordo con cera en sus oídos, con vendas en los ojos. 

Ulises muere, un paro cardiaco le presiona las viseras, un grito alado lo atraviesa. Ulises se entrega al mar, a la música, se hace devorar por esos monstruos divinos y salvajes. La música herida y santa se le deshace en los oídos. Penélope, el viejo y Telémaco sabrán comprender a un hombre que no quiso volver a su patria, que decidió perderse en los laberintos y en las curvas de las divinidades. Circe ahora saca su libreta del maletín y le escribe un poema,  para que todos sepan que las letras pronunciaron alguna vez su nombre, aunque este olvidado.

            Odiseo emprende un viaje, es quizás el aventurero nato, o un traidor, tal vez solo un símbolo, nadie o un hombre.  En su regreso a la Ítaca que le corresponde, su patria lo mira enceguecido, alejándose cada vez más que él se acerca. Ítaca es la utopía que incendia lo innombrable, el lugar al que nunca se llega, solo tal vez en la imaginación de Homero.

            Ulises muere confundido, a una hora y media a pie de la parada del 60. Nadie se preocupa por un nadie que nunca llego. Udeis, héroe con sus múltiples nombramientos o la nada. Odiseo se afirma a sí mismo en la negación, desapareciendo. El mundo se lleno de Ulises, cuya puerta abierta a la desesperanza nos hace amarlos en lo poco que nos queda de insensatez.

           Odiseo es encontrado horas más tarde, con una libreta en su mano llena de garabatos y poemas que arden en el infierno de Dante.

Vuelan las letras, y las sirenas recuperan finalmente su voz.










                                                                ¡Felicitaciones a todos los participantes!                         





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Sin lectores no hay literatura

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